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El amor imposible. Escrito de Jota Mario Arbelaez para Alejandra Quintero, El Diván Rojo

Jota Mario Arbelaez y Alejandra Quintero Rendón, El Diván Rojo

El amor imposible

“Dónde estás corazón”
Tango de Luis Martínez
Para Alejandra Quintero
En su diván al rojo

Como desde que me volví espiritual y deísta no escribo sobre los candentes temas políticos ni me involucro en broncas poéticas,

y como ya no tengo qué salir a rebuscarme la vida puesto que la pensión de anarquista me permite sentarme como el sabio del sillón sombrío a sorberme los libros de mi biblioteca con la misma pajuela del bloody mary,

y como tiempo es lo que tengo para invertir mientras ordeno como pepitas de oro las palabras de mis oraciones,

disimulo mis ocios ante mi legítima y diligente señora

adoptando aires teologizantes en busca de epatarla con todo lo asimilado de mis maestros teoréticos, teodiséicos y teosóficos,

expuesto sin ambages y sin alientos de encíclica en mi prosa de periodista cismático.

Esta espiritualidad de la que me jacto no me impide tratar temas azarosos como son el amor y el sexo. La idealización y la praxis. Las piruetas del alma dentro del cuerpo. El único tema al que le escurro el bulto es la muerte, a la que he dejado varias veces plantada en las citas de Samarkanda.

Lo hago para relajarme y relajar a mis devotos y fervientes lectores, que encuentran en mis palabras que los pellizcan la prueba de que están vivos y están despiertos.

Las observaciones y admoniciones que me permito no requieren de aprobación eclesiástica,

puesto que no salen de casa sin el visto bueno de la susodicha consorte,

que es la prueba más que palpable de que, así Dios no existiere, si existen los ángeles creados para servirle.

He incursionado también, consultando los más sabios infolios acerca del comportamiento del cuerpo humano y del alma inmortal  que rige sus actos, en particular la erotología y la pornomística,

para respaldar con datos científicos este razonar patafísico.

Al retomar una vieja polémica, acepto que el corazón pueda ser el órgano del amor –según aporía de los poetas románticos–

pero no de la pasión sexual que si en veces de él deriva, en lo esencial proviene de otra instancia como es el deseo per se,

que a veces ni siquiera tiene que ver con los rasgos estéticos ni demás cualidades de la portadora de los abismos satisfactores.

Y hay que tener en cuenta, corazón mío, que como órgano del amor también entran en la pelea, con argumentaciones profesionales, el hígado, el cerebro y hasta el estómago.

El hígado, porque se ha percibido que el enamorarse obedece a una reacción neuro-química de origen hepático;

el cerebro, porque ante el sentimiento amoroso las neuronas se encienden como un castillo de pólvora,

y el estómago porque es allí donde se siente el aletear de mariposas  ante el inicial enamoramiento.

Acepto que el corazón es un efectivo celestino colaborador en el himeneo,

por aquello del bombeo sanguíneo para insuflar los cuerpos cavernosos y así satisfacerse y satisfacer la oquedad receptiva.

Pero lo que allí entra es la sensación lúbrica y no el sentimiento amorígeno, que se satisface sobrado con el besito de lengua.

 Yo os digo: el verdadero órgano del amor referido al sexo es el órgano, como su nombre lo indica. Lleva el nombre por excelencia.

Por más que se denomine de maneras harto prosaicas como el falo, el pene, el chimbo, la verga, el miembro, el pijo, la picha, la polla, el pito, la pistola, el cipote, la morronga y el boticario.

Y en algunas  regiones como la mondá pelá. Todos ellos feos términos –con la sola excepción de “el bonitico” –, aceptados por la Real Academia de la Lengua Peluda.

De modo pues, persistentes enamorados,
que a volver a barajar las declaraciones y a purgar los sonetos y los boleros de tanto corazón partío:

pudiendo suplantarse por  términos más indicados como te adoro con todas mis neuronas, o me has roto el hígado, o me caes bien al estómago.

Pero cuando de hacer el amor se trata, la consigna es, como en el chiste ya célebre, para exaltar al orgiástico protagonista, “organicémonos”.

El término “hacer el amor” no tiene sentido, a no ser que consistiera en enamorarse.

El amor se siente, se goza o se padece, no se hace. Lo que se hace es el sexo, tirar, así el amor ande por allí metido.

Porque el amor es un sentimiento inasible y el copular un acto concreto.

Y la mujer que afirme que detesta tirar, no es si no que tire la primera piedra.

Sin pretender tirármeles el acto sublime a los caballeros andantes que nunca tienden una cama sino una dama, y que se desvelan por ellas hasta el punto de no dejarlas dormir,

mis indagaciones en sexosofía me llevan a la conclusión de que es el misógino –la mayoría de los cuales misóginos ni conocen esta palabra–,

 quien más placer va a obtener en la relación con la fémina,

por cuanto la indescriptible sensación voluptuosa provendrá de la ‘entrega’, de una capitulación de su resistencia, prácticamente de un consentimiento en el sacrificio.

Nada es más exultante para aquellos rijosos varones de mundo –para quienes el amor no tiene que ver en esta parodia–,

que escuchar el grito, entre más alto y destemplado mejor, de ¡Ay!, ante sus embestidas de chivo, anteriores o posteriores,

porque la oral, por razones obvias, se manifiesta en la arcada.

Cuando el amor participa en el correteo sexual es posible que se divinice el orgasmo.

Pero con la supresión del fundamental cosquilleo que acompaña al contacto mórbido –esto es no contaminado de sentimientos platónicos–,

se pierde la culminación en ese éxtasis escabroso cuya intensidad tan sólo se podría comparar con el ‘fuego eterno’.

Muchos enamorados aseguran que llegan a ver a Dios en su orgasmo,

prevalidos de que en el paraíso Él se habría habituado a verlos viringos,

y más bien se escandalizó al sorprenderlos revestidos de hojas de parra, lo que delataba la falta.

El traje sería el rubor del pecado. Y digo sería, y no es, para no quedar como un predicador callejero.

El rubor cubre la cara que se cae de la vergüenza, e igual el traje los órganos en bochorno.

Aún así, no me  parece que en ese momento de la culeada (perdón, pero en mi diccionario de sinónimos no aparece un término más apropiado)

sea el Altísimo la compañía más deseable ni placentera, muy en especial para Él, de cuyo recato no podemos entrar en dudas,

a quien se pone prácticamente en trace de voyerista.

De lo que viene a inferirse que ese ser supremo que creen ver en el instante sublime no es más que el diablo. A quien sí le encantan estas escenas que por algo promueve.

Y es el único instante de su vida eterna en que el diablo pajuelo se vuelve bueno.

Lo que expreso no es fruto de mis estudios de teología, angelología y demonología; es elemental experiencia.

De no ser el acto carnal algo por lo general desligado del sentimiento amoroso, como lo vengo planteando –no con mucho entusiasmo, valga aclararlo–,

la prostitución no hubiera tenido ningún pasado, no habría plantado sus reales ni habría sido la actividad más antigua del mundo, con la de los putos poetas.

Sin la participación del romanticismo que dejó a tantos vates muertos de tisis más por defecto que por exceso –por enamoradizos precisamente–,

el rebullir erótico tuvo pleno desarrollo con la carta abierta a todas las fantasías.

El que asiste al prostíbulo a satisfacer el amor y no el deseo, o sea a cortejar a la damisela con flores y chocolates y no a exprimir su lascivia,

está algo más que meando fuera del tiesto,

algo así como el recién casado con la virgen del barrio,

que espera que en la primera hora de la luna de miel la novia lo ponga a ver estrellas dándole aquello.

Si Nietzsche filosofaba con un martillo, el poeta Jotamario lo hace con vaselina.

JotaMario Arbelaez en la celebración de mi cumpleaños en abril de 2012 con lectura de poemas eróticos nadaístas, acompañado del poeta Elmo Valencia.


Psicóloga Sexual Alejandra Quintero Rendón – eldivanrojo@gmail.com

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